El ascensor.
Es por la mañana. Estoy reventado y tengo unas ganas de
mear enormes. Sube una pequeña claridad por las rendijas. Siento una sacudida
suave. ¡Se está moviendo! Me levanto ayudándome de la barandilla que hay a
media altura y me quedo agarrado a ella. ¡Al final el ascensor en el que estoy
encerrado se detiene en la planta baja! Puedo ver el rellano enfrente de mí,
con la escalera a la izquierda y la puerta que da al patio a la derecha. Estoy tan
contento que el insípido color gris de las paredes me parece hasta bonito. No
me lo puedo creer. Me río solo y me dirijo hacia la luz y la libertad.
De repente, el ascensor arranca hacia arriba y me
da tiempo justo a apartarme. La mano derecha se me raspa con el borde del techo
del edificio, arrancándome un grito de dolor. Caigo de nuevo al suelo. Con la
diferencia de que ahora sangro. Cambia de nuevo de dirección y regresa a la
planta baja hasta detenerse, haciéndome chocar en una de las paredes laterales
de la cabina. Un dolor repentino en un hombro me arranca un gemido. Retrocedo
gateando de espaldas hasta el fondo de la cabina, apoyando la espalda, con los
ojos desorbitados y gimiendo de terror.
Siento el aire viciado. Hace ya horas que se ha sellado todo y no puedo ver
ni oír. El espejo me devuelve el reflejo de un tío asustado con barba de tres
días y un polo morado que ya huele a sudor y a qué sé yo. Lo tengo manchado de
sangre. Me he limpiado los dedos ahí, después de desollármelos apretando
botones. Desde el primero hasta el último, los quince botones que hay en el
panel de control del maldito ascensor que me tiene encerrado desde ayer.
Estoy ronco de haber gritado durante toda la noche y tengo los ojos
enrojecidos de llorar y de estar sin dormir. Me ha atrapado este ascensor, y
todavía no sé el por qué. Digo atrapado, sí, porque está vivo. Piensa y no me
deja salir, no me deja que me escape.
Miro de nuevo todo desde mi esquina donde estoy en un ovillo. Mi vista se
dirige hacia arriba. Los paneles se adivinan con la poca luz que dan las bombillas
de emergencia. Puedo vislumbrar uno más grande, una trampilla para acceder al
techo. No me atrevo.
Me miro mi otra mano,
dormida desde ayer gracias a una descarga eléctrica que me dio al pulsar la
campana de aviso. Cuando me repuse, empecé a golpear las paredes por si me oía
alguien. Al momento arrancó hacia arriba a una velocidad de vértigo, para luego
cambiar e ir para abajo… ¡sólo! Caí de mala manera en el suelo, dándome un
golpe importante en la
cabeza. Y así tres veces, hasta que chillé de terror.
Me han dado jadeos; no soporto los espacios cerrados.
Tengo el inhalador cerca, pero hay veces que no es suficiente. No sé cuándo he
roto un trozo de espejo; me entretengo mirando las diferentes imágenes de cada
fragmento. Muevo un poco la cabeza, y se me deforma el lado derecho. Muevo otro
poco y veo dos cuellos unidos por un polo morado partido. He estado pensando
que no es verdad, que no existe, que es imposible una cosa así. Pero me veo,
estoy vivo, despierto… y encerrado.
Le he insultado todo lo que he podido, para luego amenazarle.
Finalmente le he suplicado. Y llorado. Parece mentira, pero he llorado
amargamente, hasta que me empezó a dolerme la cabeza y la garganta. He golpeado
las paredes de impotencia. Creo que ahí rompí el espejo. Su respuesta fue
encerrarme más todavía. Bajó un poco y me abrió las puertas entre dos pisos...
para dejarme ver el muro, un bloque de hormigón puro, irregular y descarnado. Recordé
lo que me había hecho al principio y gateé hacia la parte más alejada.
Varias veces que me he puesto de pie, ha arrancado
hacia arriba y abajo para tumbarme; para dejarme tirado en el suelo. Le encanta
tenerme así, que pierda la esperanza de escapar. Ambos sabemos que el edificio
todavía está por habitar, faltan dos semanas para que se haga la entrega
oficial de llaves a los vecinos. Y aquí estoy, esperando que la cordura me
devuelva a la realidad. Él también espera.
Me despierta la luz del nuevo día, sentado en mi cárcel.
Mientras dormía ha bajado de nuevo a la planta cero. Puedo ver de nuevo la
misma escalera de ayer, el mismo maldito color gris de las paredes y la puerta
de salida. Agarro la barandilla para incorporarme, pero doy un pequeño grito de
dolor. La mano me duele. La claridad me deja ver pequeñas marcas de sangre en
la barandilla, en el espejo, en algunos botones. Decido no levantarme ahora. No
quiero darle el gusto de que me tire de nuevo. Prefiero esperar. Al final
vendrá algún vecino, como yo, ansioso de ver cómo ha quedado su nuevo piso. Seguro
que acaba pensando que me pasé de drogas anoche, pero la verdad que ya me es
igual todo. Sólo pienso en salir.
Hace unas horas me he fijado en unas marcas rojas
antiguas en la rejilla metálica del suelo de mi secuestrador. Me doy cuenta de
que ésta no es su primera vez. Y de que tengo una sed horrorosa. Y de que estoy
que apesto desde que me meé encima. Y de que mi mano está inflamada y no tiene
buena pinta. Y de que ÉL sabe todo eso, y me espera, pacientemente. Sabemos que
voy a tener que intentar salir. Y pronto.
Me he incorporado con dificultad y mi rival ha
subido y ha bajado unos centímetros, como avisándome de que está preparado.
Miro hacia fuera, y puedo ver la puerta de salida. La noche se está echando
encima.
ypinti